(Texto presentado en el I Conversatorio: Performance, arte y vida en la UAEM (Morelos) )
Todos los pensamientos, los que a continuación serán expresados, provienen de una experiencia particular que a mi alma aconteció hace ya algunos años, a principios de otoño en una isla ubicada en el Océano Atlántico. Se puede decir que mi vida como productor de imágenes se divide en un antes y un después de esta experiencia; se puede decir que toda mi educación visual converge en este momento al que he dado de calificar usando el adjetivo anti-sublime.
La experiencia que les voy a narrar asesinó lo sublime y lo reemplazó por un doble, por un sublime malvado, por la antimateria de la que están hechas las pesadillas, por el fin de la modernidad. Viajando por esta nada tropical isla fui invitado a conocer el campús de una universidad antigua y prestigiosa, donde sostenían una exposición de grabados de J. M. W. Turner. El edificio donde se sostenía la muestra, construido en el siglo XVIII, se erige como prueba de la magnifica arquitectura y el poderío económico de esta isla a través de los siglos, su elegante estilo contrasta las soluciones habitacionales de la era Thatcher que rodean el campús. En su interior, en una sala de muros altos y columnas coronadas con unas suntuosas cúpulas, reposaban los grabados de Turner, dispuestos sobre unas mesas de luz y cubiertos con vidrios protectores.
Como podrán ustedes suponer, la experiencia de ver grabados de un gran maestro del siglo XIX no es nada del otro mundo, sobretodo porque las impresiones que estábamos viendo eran bastante recientes. Estas copias no me ofrecían más como espectador que aquellas que había visto previamente en el libro de Taschen, esas copias no eran originales. Pacientemente el encargado de la muestra, al percibir mi aburrimiento y el de mis compañeros, nos explicó que existen copias de la época almacenadas en el British Museum, pero que no están disponibles para el público, pues la luz las va a dañar. No obstante, nos aclaró el encargado, como una forma de validar la exposición había una pintura al oleo del autor, una de las famosas: Snow Storm: Hannibal and his Army Crossing the Alps, (Tormenta de nieve: Aníbal y su ejercito cruzando los Alpes) de 1812. Nos condujo al fondo hasta el fondo de la sala, hasta una gigantesca pared donde, orgulloso, se sostenía el lienzo para el deleite estético de todos aquellos que habían venido a verlo. Curiosamente para la mayoría de los presentes esta pintura les era tan indiferente como los grabados, y sus miradas vagaban por estas casi bicentenarias imágenes sin comprender realmente porque Turner era importante en su tiempo. El improvisado guía previamente nos había explicado que normalmente no iban artistas o conocedores de arte a este espacio cultural universitario, pues la universidad no tiene facultad de artes y en ese pequeño pueblo del sur no hay artistas. Turner, orgulloso e ignorado, exhibía sus mejores gestos a un público que no quería mirarlo y fue en ese momento en el que me di cuenta, que en el esquema cósmico de las cosas, en la existencia de nuestro universo, no tiene el menor sentido hacer arte.
Fue en ese momento que entendí que todo el arte es efímero, inclusive obras de arte hechas para desafiar este hecho, como la famosa obra del autor Danés Kristian von Hornslethdel titulada Deep Storage Proyect. La escultura, en forma de estrella, está hecha para almacenar ADN de 3000 humanos por un espacio de 100.000 años y está emplazada en lo más profundo de la Fosa de las Marianas ( a 10.000 metros de profundidad), con la esperanza de que sus potenciales espectadores la encuentren en un futuro muy lejano. Todos sabemos que en la historia de nuestro universo, de nuestra galaxia, la de nuestro sistema solar o inclusive la de nuestro planeta, 100.000 años es poco menos que un instante. Pues bien, ese día de otoño, en esa universidad ubicada en esa isla del Atlántico, en frente de esa famosa pintura de doscientos años de antigüedad, entendí que todo arte objetual es en si mismo intrascendente.
Al volver a mi pequeña república suramericana, retomé mis estudios de grabado e incidentalmente me topé con algunos textos de autores que han tratado de atrapar el tiempo donde las cosas existen. Aprendí que los objetos tienen una existencia propia en el tiempo independiente de la de sus creadores, que estos los cargan de energía y de sentido y los mandan a un mundo que los objetos mismos han creado; y también que esta energía se agota, que los objetos se extinguen, primero simbólicamente y físicamente al final. Aprendí que el problema de la reproductibilidad técnica no es una cuestión de ejemplos individuales sino de realidades sociales, que lo aurático es una construcción de sentido producto de un habitar un medio particular y no un contenido mágico que la mano del artista inspira en la materia. El arte objetual tradicional de occidente genera espectros anclados a la materia, espectros que día a día se desvanecen hasta desaparecer en el olvido. Y en todo esto, en este confluir de teorías y experiencias, descubrí que cada pincelada en una pintura de Turner ya era anticuada para el tiempo en el que finalizaba la obra, que cada serigrafía de Warhol ya era anticuada para el momento en el que la tinta se secaba, que cada tiburón de Damien Hirst ya es anticuado inclusive antes de que muera el tiburón. Descubrí, como muchos antes que yo, que la única forma de hacer un arte trascendente es entregar el gesto directamente al espectador, es decir performance. El performance es la única forma de fijar el gesto del artista a la mente del espectador se evitando las mediaciones, las de los objetos, las de los medios y porque no, las de los teléfonos celulares.
Nosotros, los humanos, experimentamos el mundo con nuestros sentidos en un tiempo muy humano, un tiempo determinado por nuestros ciclos. Desde el ciclo sanguíneo marcado por cada latido de nuestro corazón, pasando por el ciclo de sueño marcado por el sol y la luna, hasta el ciclo de la vida marcado por nuestro nacimiento y nuestra muerte. La imagen, como personaje de ficción en la obra de Wilde, o como figura psicoanalítica en la obra de Barthes, escapa a nuestro tiempo y mientras su materialidad muere en tiempos humanos, sobrevive eternamente en la dimensión propia de los símbolos olvidados. Esta es la principal lección del baile macabro que acabaría con la vida de Pollock. Para Pollock usando un gesto privado, en la protección del estudio, el artista puede sentirse satisfecho de garantizar la autonomía de la obra de si mismo, de entregarla al mundo de las imágenes, de hacer su sacrificio histórico. Pero una vez sus gestos son percibidos no como gestos pictóricos sino como gestos dancistícos, una vez su cuerpo es convertido en la obra, para el pintor todo pierde sentido. Para Pollock su cuerpo, consagrado a los dioses de la celebridad y los medios masivos de comunicación, se convierte en un sacrilegio; su cuerpo, así como el cuerpo de todos los artistas, es medio no fin. Una lección entregada al mundo en el cuerpo de Pollock y el de su oldsmobile, una lección aprendida tanto por Warhol y Koons, como por Gilbert & George, Marina Abramovic y todos los que han decidido hacer de su existencia una parte de la obra.
El performance habita un tiempo humano, osea un tiempo único e irrepetible cada vez que acontece, un tiempo del ritual, un tiempo inherente a la existencia humana. Cada vez que un performance inicia lo hace en su propio universo, crea su propio espacio y su propio tiempo; como los rituales, el performance separa a sus participantes y espectadores del tiempo cotidiano para transportarlos al tiempo del ritual. El tiempo de lo cotidiano, es el tiempo lineal, es aquel en el que envejecemos, es aquel que podemos contar con números, el tiempo del ritual es tiempo mágico, tiempo del eterno retorno, tiempo de las estaciones, de las cosechas, del latir del corazón. Ambos son tiempos humanos, tiempos que todos hemos experimentado, por el contrario, el tiempo de una pintura de Turner es tiempo de objetos, tiempo inhumano.
Es en los tiempos mágicos, como la fiesta, la comida o la asamblea, es donde nos abrimos a las otras personas, donde permitimos que nuestros tiempos lineales se doblen y se entrelacen hasta formar lo que los sociólogos llaman el “tejido de la sociedad”. Es en los tiempos mágicos donde podemos permitirnos el verdaderamente interactuar con nuestros conciudadanos, donde nos permitimos sentir sus ritmos y hacerlos nuestros. Es esta particularidad de la existencia temporal del ser humano en nuestro universo lo que los griegos entendieron con su teatro y lo que los primeros cristianos entendieron en sus comuniones. Sin embargo, y como Platón sabiamente lo advierte, la mera existencia del tiempo de magia representa un peligro para la existencia de cualquier régimen político que pretenda organizar autoritariamente las posiciones de sus ciudadanos. ¿Qué puede ser entonces más conveniente para una iglesia que quiere fijar las posiciones de sus fieles como ordenes sociales que eliminar el tiempo de magia y reemplazarlo por el tiempo de imágenes? Las iglesias occidentales se piensan a si mismas en tiempos de imagen y de arquitectura, no en tiempos de danza, de fiesta o de rito; por el contrario tienden a incorporar en el rito los tiempos de propios de la imagen. Las artes burguesas son herederas de esta tradición, e igual que la democracia liberal, aparecen y crecen en contraposición a los regímenes anteriores. Genéticamente las artes burguesas estaban destinadas a habitar el tiempo de los objetos primero y el tiempo de las máquinas después, es por esta razón que buscan recrear los lazos que las artes cristianas tenían con el templo y el aparato religioso.
Contrario a lo que se podría pensar, no es solamente el performance, pensado como accionar gestual y simbólico del artista, la única forma artística, validada por la academia y la sociedad, que se desarrolla y existe en tiempos humanos, osea que tiene un sentido. También vamos a encontrar en estos territorios a la danza, la oratoria, la poesía concreta, el teatro post-dramático, las artes electrónicas y la cátedra. Coincidencialmente son estas las formas que, o no gozan del reconocimiento como parte del arte o que, a pesar de tal reconocimiento, son despreciadas por las instituciones hegemónicas del arte. Aunque no podemos descartar la herencia platónica en esta discriminación, es evidente que las formas artísticas que existen en tiempos humanos no son acordes con la estructuración que le hemos dado a nuestra sociedad, es decir no son en si mismas productos. Toda la pintura, la escultura, el grabado, la fotografía, el collage, el objeto encontrado, la literatura y todas las formas artísticas que habitan el tiempo de los objetos y de las máquinas, se enlazaron primero al tiempo del proyecto moderno y posteriormente al proyecto cultural del capitalismo tardío.
La danza, el teatro y la música encontrarán en la modernidad la forma de fijar sus prácticas al tiempo de los objetos a través de estrategias modernas como el texto y la notación y posteriormente al tiempo del capitalismo tardío a través del registro maquínico de sus gestos. Hoy en día, todos podemos conocer tanto la obra de Merce Cunninham, de Martha Graham o de Beethoven como los rituales de las tribus de la Micronesia, congelados para siempre en tiempos de máquina, inmunes al paso del tiempo, eternos. Sin embargo, y como todos lo sabemos, la experiencia de asistir al teatro o de viajar a la Micronesia es radicalmente diferente de observar el registro de tales eventos en youtube. Hoy en día tenemos la opción de ver todo y no asistir a nada, de reducir cualquier evento humano a un espectáculo óptico. Lo que se pierde no está exclusivamente determinado por el punto de vista del camarógrafo o por la mediación de los aparatos, lo que se pierde está determinado, también, por la lejanía de nuestros cuerpos con el cuerpo del otro.
En el performance nuestros cuerpos experimentan una lejanía (o una cercanía intencional) con el cuerpo del performance, con el gesto del artista. Mas no os confundais queridos espectadores, de lo que os hablo no es una lejanía óptica, no es un asunto de puntos de vista, no es una lejanía medible u observable, traducible a textos o a registros audiovisuales. La experiencia de la lejanía, como Benjamin y Bergson lo sabían, es un asunto corporal. Experimentamos el performance con todo nuestro cuerpo, con cada terminación nerviosa y con la historia de cada una de estas; vivimos el performance como vivimos el mundo, con cada una de nuestras extremidades, de nuestras vísceras, de nuestras células.
Esta particular situación es la que nos permite postular que solamente el performance es arte trascendente y por consiguiente el único que realmente tiene un sentido propio. Contrario a la pintura y la escultura, que se proyectan en el tiempo siguiendo el mismo sentido que la iglesia; o las imágenes más modernas, como el collage y la fotografía que se proyectaban en el tiempo siguiendo el mismo sentido que la máquina y a más recientemente en el tiempo de Wallstreet, el performance se proyecta paralelo al tiempo sentido del gesto artístico mismo.
Un buen performance es aquel que nos permite proyectarnos, aunque sea por un segundo, en la dirección opuesta de las catedrales y los monumentos, de los museos y el mercado de los bienes simbólicos, de los medios y sus celebridades, y sobretodo de nuestros cuerpos sobrecodificados por una sociedad empantanada de imágenes. Esta dirección es el único sentido puro, el único sentido que tiene sentido. Y así es que podemos decir queun buen performance es el único evento contemporáneo que nos proyecta a un estado del alma que hace posible que olvidemos las arquitecturas, las imágenes, nuestros cuerposy hasta nuestros teléfonos celulares con sus pequeñas camaritas.